“And he’s fighting in Iraq/ He’s fighting in Iraq /He’s fighting in the Iraq war /What for.” The Black Angels
«La guerra es el gran creador de solipsistas: ¿cómo me vas a salvar la vida hoy?” Kevin Powers
Frente a cualquier acontecimiento violento, dentro de ciertos círculos intelectuales acaece lo que Theodor Adorno en Mínima Moralia llamó “disnea intelectual”. Sin embargo, aquella sensación de ahogo, de asfixia en torno a la labor del escritor en tiempos de guerra se vuelve, en ocasiones, algo necesario. Lo que sucede es lo siguiente: escribir no sólo es un acto de guerra, sino un proceso de deslinde; hay que escribir para no asfixiarse. Ahora bien, siempre que nos acerquemos al teclado o tomemos un bolígrafo, debemos cuestionarnos: ¿desde dónde escribo? Ésta cuestión sirve para plantear no sólo una, sino varias explicaciones en torno a la novela Los pájaros amarillos de Kevin Powers, editada por Sexto Piso y traducida por Jesús Gómez Gutiérrez.
En el discurso del autor estadounidense perdura un continuo cuestionamiento sobre lo que significa llevar a cabo cierta labor intelectual frente a la catástrofe. Kevin Powers (quien sirvió al ejército norteamericano durante un año en Irak) habla de un conflicto que no deja de tomar matices actuales. El territorio de la novela toma lugar en Nínive, concretamente en la ciudad de Tell Afar:
“La guerra tomaría todo lo que pudiera tomar. Era paciente. No le preocupaban los objetivos ni las líneas divisorias, le daba igual que te amaran muchos o ninguno. Aquel verano, mientras yo dormía, la guerra se me apareció en sueños y me enseñó su único propósito, seguir adelante; sólo seguir adelante. Y supe que la guerra se saldría con la suya”.
¿Cómo se presenta a la guerra en este pasaje? Como la gran inhalación de la tierra que succiona al mundo, desde la mirada del testimonio que lucha: “la guerra tomaría todo”. Trago de infinitud que nos remite inmediatamente al cráter de 50 m en Solikamsk, Rusia. La generalización de la tragedia vuelta tinta, donde la destrucción del espacio habitado coexiste, ya por fuerzas naturales ya por fuerzas humanas.
Ciertamente, el trabajo estético de Powers indica que los binoculares ya no pueden alcanzar la visión de conjunto, sino de des-conjunto temporal. Y es que en tiempos de catástrofe, en tiempos donde los rostros de cuarenta y tres estudiantes calcinados se pasean en hojas tipo carta, en tiempos de fosas y cráteres que tragan casas y cuerpos, bien se puede afirmar que la Literatura no cambia el mundo, sino al contrario: el mundo cambia la idea misma de Literatura. El escritor sólo funge como vocero de los cambios en el mundo partiendo de una página en blanco.
¿Somos soldados y a su vez terroristas escribanos detrás de un ordenador con acceso a internet? Señala Roland Barthes que la lengua es “un corpus de prescripciones y hábitos común a todos los escritores de una época”. Pero es sólo porque aquellas prescripciones se universalizan y, al transcurrir el tiempo, dichos hábitos y preceptos moldean de manera continua al lenguaje, y al hecho mismo del lenguaje. ¿Cómo se percibe el escritor frente a una Historia que no tiene matices neutros? Lo que encontramos con Kevin Powers, además de una obvia narrativa de la guerra, es una narrativa de la autodestrucción del individuo frente al peso de la historia. Son sus palabras, como apunta Adorno: “testimonios de una situación en la que el individuo se aniquila a sí mismo”, y aniquila al universo desde el papel. Siendo, de esta forma, capaz de volver a crearlo.
Al regresar con Roland Barthes, nos percatamos de su solución −inteligente y paradójica, si recordamos su atropellamiento por un camión de lavandería−, “crear una escritura blanca, libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado del lenguaje”. Lavar con detergente al lenguaje, quitar las manchas del espacio habitado, los nombres, las denominaciones que pendan de una sucesión histórica. Justamente, eso es lo que encontramos en la tinta de Kevin Powers: compartir la aniquilación del individuo a través del testimonio que observa de frente a la catástrofe, dándole siempre a esa fragmentación y a esos fantasmas baleados un lugar partiendo de un lenguaje destructivo:
“Los expulsaríamos de allí. Siempre los expulsábamos. Los mataríamos. Ellos nos dispararían, nos destrozarían las extremidades y correrían por las colinas y los cauces secos, de vuelta a los pueblos polvorientos y a los callejones. Luego, regresarían y nosotros volveríamos a saludarles cuando tomaran el té apoyados en farolas y protegidos del sol bajo toldos verdes, delante de sus tiendas. Y cuando patrulláramos las calles, lanzaríamos caramelos a sus hijos, con los que tendríamos que luchar años más tarde, en otoño”.
El territorio para el soldado toma la forma de una mirilla en busca de un cuerpo móvil; en cambio, el lector, a manera de bomba suicida, se fragmenta en varias lecturas del suceso. Ser lector de narrativas bélicas representa ser un espectador de la tragedia, alejado y protegido por dos filtros antiquísimos: el papel y la tinta. Llevándonos a la primera pregunta (trastocada, atentada) con la que parte esta reflexión: ¿desde dónde se escribe?
El arte por el arte deviene en espacio cero, no en cuanto a contenido crítico, sino en cuanto a herramienta de transformación colectiva. Lo único que posibilita es la transformación de figuras, de significados. La escritura “comprometida” ve hechos e impone visiones, dogmas; la escritura por la escritura observa objetos y hechos aislados del contexto. Dicho argumento lleva a formular otras cuestiones: ¿desde dónde se lee? Y, sobre todo, ¿cómo se acerca el lector al estruendo?
La guerra también forma parte de una estética, y de esa manera es como la desarrolla Powers en sus páginas; la mayoría cargadas (más no retacadas) con un lenguaje poético. Los sucesos violentos se vuelven una manera oportuna de creación y destrucción. De esta forma, el modo de plasmar el encuentro con el horror se desarrolla y logra mediante el discurso literario, lo transgrede con el riesgo de herir a un público susceptible, pero el mismo público susceptible es, a su vez, una pieza, un objeto de estudio receptivo. Lo que el autor nos da con esta novela son meras grafías a manera de balas expansivas. Porque la escritura, ante todo, es un disparo al aire en un extenso campo de batalla.
Los pájaros amarillos. Trad. Jesús Gómez Gutiérrez. Sexto Piso: México D.F, Barcelona, 2012.
Kevin dices que la literatura no cambia el mundo, permíteme un matiz; la literatura cambia al lector, al ser humano. La barbarie cometida por los hombres se vería drásticamente reducida si, en su mayoría, éstos fuesen lectores de literatura. De esta manera, indirectamente, la literatura transformaría la realidad.