La narradora y protagonista de Nombres y animales, es, otra vez, una muchachita. Digo otra vez porque los que le hemos seguido la pista a Rita Indiana Hernández, escuchamos esa misma voz, esa misma textura de voz acompañada de cierta actitud, muy propia de la edad, que narraba las historias de La estrategia de Chochueca y, en menor grado, de Papi. Podemos sugerir, entonces, que se trata de una versión de Rita Indiana en ese momento en el que, como diría el polaco Witold Gombrowiz, todavía se está segregando forma. Son los terribles y hermosos años de formación, en donde la muchachita va descubriendo muchas cosas, tanto de su entorno, como de sí misma.
La novela transcurre en una clínica de veterinaria en donde la joven (a la que no se le da un nombre) trabaja durante el mes de junio. Sus padres se han ido a vacacionar a Europa y a ella la han mandado a casa de sus tíos, encargados de inculcarle a su sobrina el valor del trabajo. Pero más que el valor del trabajo, ella aprenderá a reconocer el valor de la gente, no importa quienes sean ni de dónde vengan. Aprenderá también que la injusticia existe, y que a veces es muy fácil ser cómplice de los opresores.
Aquí, como lo había hecho ya en La estrategia de Chochueca, Rita Indiana elabora con una delicadeza que sobrecoge, una defensa de ese otro en la cultura dominicana: el haitiano. Y es éste, para mí, el tema matriz del relato. Si bien es cierto que en la primera parte Nombres y animales se nota que la adolescente ha heredado los prejuicios de su familia, de su clase, y de su país, las experiencias de ese verano la ayudan a derribar las murallas que la separan del otro, en este caso, de Radamés, un joven haitiano que viene a ayudar en la clínica. Las descripciones que la autora hace de Radamés son, por mucho, las más hermosas del libro, incluso cuando la joven todavía no esté convencida de este personaje que parece haber salido de la nada: “La voz de Radamés es como un jarabe para la tos”, dice tras oír por primera vez a quien se convertirá en su amigo y cómplice.
El estilo (tener estilo, ser cool) en esta novela, como lo había sido en La estrategia de Chochueca, distinguible en nuestros gestos, nuestra manera de ser y de estar, nuestras conversaciones, y nuestras opiniones, salva a los personajes, y nos deja ver un mundo que para muchos permanece invisible dentro de la vida en la República Dominicana. De hecho, son los amigos de la narradora, amigos cool como Vita, una italiana que vive hace años en el país, cuyos padres no están casados y parecen salidos de una película en blanco y negro (se trata de una familia que se opone a la familia tradicional dominicana) quienes la ayudan a ver a Radamés desde otra perspectiva:
«Guido y Vita llegaron en un Volkswagen amarillo y Radamés salió a saludar, acabado de bañar en la pileta de los perros como todos los días hacía antes de dar su acostumbrado paseo del atardecer. Vita le presentó a Guido, que aunque italiano, empezó a hablar con el haitiano en una mezcla de francés y dominicano que a Rada le sacó florecitas del pelo. En pocos minutos estaba decidido, Rada venía con nosotros al susodicho concierto en apoyo al Gagá, una celebración dominico-haitiana que celebran todas las semanas santas los que cortan caña en los bateyes.»
Al entrar en contacto con otra gente, Radamés deja de ser un pobre inmigrante haitiano sin papeles que se dedica a bañar y a recortar perros, para convertirse en un hombre culto, hermoso, a quien le sobra estilo. De hecho, la única instancia en el texto en donde se habla directamente de estilo es en referencia a Radamés: “Rada la verdad que tiene estilo y él no se esfuerza mucho. Si uno se fija en cómo camina y mueve la cabeza para hablar se da cuenta de que no está haciéndolo para gustarte sino que él es así y le queda bien”. Luego del concierto, Vita, Guido, Rada y la narradora, van a una fiesta privada en casa de Ágata, un personaje muy seductor que vendría siendo algo así como una mecena. En casa de Ágata, Radamés brilla como nunca lo ha hecho:
«Ya sentados sobre la cama y en un banco empezaron a pasarse un libro que Ágata bajó de un librero enorme, Rada, lo ojeaba detenidamente y hacía comentarios en creol que Ágata aprobaba con la cabeza. Allí recostado sobre su costado sobre la cama con la luz ambarina sobre su camisa y su cara, Rada se movía como algo sacado de una película europea […] Me sentí estúpida y fuera del juego y quise retroceder el tiempo. Recordé cómo lo había despreciado y cómo Rada reconocía mi desprecio.»
La juventud es, en las novelas de Rita Indiana, la contra-cultura, la trinchera necesaria para combatir todos los males que trae consigo la tradición. A lo largo de la novela la autora traza un claro paralelo entre los perros y los haitianos.
Tan pronto Radamés llega a la clínica, Mauricio, un perro que ha sido maltratado y echado a la calle por sus dueños, ladra por primera vez en mucho tiempo cuando el haitiano suelta una carcajada. Vemos otro paralelo en el relato de Armenia, la haitiana que ha servido durante años en la casa de titi Celia y tío Fin, los dueños de la clínica. Una de las experiencias que marcaron la vida de Armenia fue el momento en el que, siendo una niña, vio a una mujer haitiana morir en una carretera tras ser arrollada por un carro, como un perro. Se compara también la docilidad de Armenia, quien ha vivido toda su vida confinada en un pequeño espacio en la casa de sus amos, con el destino de Mauricio, el perro que tras varios años de vivir amarrado a un poste, atacó a un niño, lo que le costó la expulsión de la familia: “Lo loco es que a ti todo esto te parezca normal. Y más loco que a Tía Celia le parezca normal haberte tenido en el cuartito de metro y medio que hay junto al área del lavado durante quince años. Un perro ya hubiese mutilado a algún niño en la calle”, dice la narradora en un monólogo que precede la muerte de Armenia.
Otra figura importante en Nombres y animales es la de la abuela (como en La estrategia de Chochueca) quien, a pesar de estar perdiendo la razón, goza del respeto de la nieta quien es capaz de ver más allá de su enfermedad. Hasta cierto punto, la demencia de la abuela le muestra a la narradora la posibilidad de acceder a otras versiones de la realidad, lo que podría ser un aviso de su vocación literaria, la necesidad de sobreponer distintos niveles de lo real, a fin de examinar, desde distintos ángulos, eso que constituye la experiencia. Dice la narradora que un día titi Celia trajo a sus haitianos a que pintaran la casa de los abuelos. Todo el día estuvieron rodando a los abuelos de habitación en habitación para no interferir con los trabajos. Como consecuencia, la abuela concluye que esa no es su casa:
«Desde ese día la abuelita está convencida, aunque esto sólo me lo dice a mí, de que la llevaron a otra casa, idéntica a la suya y que está en la misma cuadra que la suya, pero que no es la suya o, y esto me gusta más, que su casa la han rodado, o sea, que esta es su casa de antes pero que la rodaron unos cuantos metros y aunque nadie se da cuenta ella sí. Yo imagino a Tía Celia con sus dos, tres, mil haitianos poniendo la casa sobre un conveyor belt para rodarla y confundir a la abuela, pero la abuela se las sabe todas y se da cuenta…»
Es esta solidaridad, esta sensibilidad que le permite a la narradora ver a través de la mirada de los demás, sobretodo de esos a quienes nadie escucha, en donde se revela el proyecto literario de Rita Indiana Hernández, que es, a fin de cuentas, un intento por remediar distancias entre los unos y los otros.
Esta reseña excluye muchos temas explorados por la autora: la diferencia de clases, el deseo de blanquearse del dominicano promedio, la desintegración de la familia (Uriel, hijo bastardo de tío Fin que regresa para conocer a su padre, es una figura importante en la novela), las presiones sociales que determinan buena parte de la vida de las mujeres de la clase media y alta, representadas en la tía Celia, y la afirmación de identidades otras, de sexualidades más bien fluidas. A través del relato vemos la lucha de la adolescente, que vive enamorada de su amiga Vita. Es Radamés, de hecho, quien la ayuda a tomar conciencia de su identidad gay, que termina, de algún modo, validada al recibir y reciprocar el beso de otra chica, Claudia.
Rita Indiana es una escritora generosa. Sus personajes, por más despreciables que resulten en algunas ocasiones, encuentran el modo de redimirse. Escribir, es, de algún modo, empujarlos hacia la luz, una nueva luz bajo la cual, como pasara con Radamés, empiezan a brillar, y es posible entonces verlos, no como nos hemos acostumbrado a verlos, o como nos han dicho que deben ser vistos, no como animales, ni tampoco como meros nombres, sino en todo su profundo y complejo esplendor de seres humanos.
Rita Indiana Hernández. Nombres y animales. Cáceres: Periférica, 2013.