Kenneth Branagh fue saludado en los 90 como una especie de nuevo Orson Welles en ciernes, un actor-director, autor total que se atrevía a revisitar a Shakespeare sin que su enorme ego (el de Kenneth) se viera ensombrecido por la titánica obra del genio de Stratford-upon-Avon. Pasado el tiempo, quedó claro que esa comparación le quedaba muy grande pero, en cualquier caso, sus adaptaciones fílmicas de «Enrique V», «Hamlet» y «Otelo» son muy estimables (yo me quedo, no obstante, con la deliciosa «Mucho ruido y pocas nueces», un divertimento de calidad y una oda a la joie de vivre de lo más disfrutable).
Cuando estaba en su cenit de popularidad y prestigio crítico y tras el éxito (incomprensible a mi entender) del «Bram Stoker´s Dracula» de Coppola, Branagh se lanzó a dirigir e interpretar una megalómana nueva versión del «Frankenstein» de Mary Shelley a mayor gloria de sí mismo. El resultado fue un batacazo mayúsculo que les dejó claro tanto al autor como, sobre todo, a la industria que el bueno de Kenneth no era el nuevo Rey Midas del celuloide que se presumía.
Apagado su fulgor de estrella, su carrera posterior ha transitado por carreteras más secundarias, realizando más adaptaciones fílmicas de Shakespeare (competentes aunque alejadas de la brillantez que se adivinaba en sus inicios) y, sobre todo, centrándose en su labor de intérprete a las órdenes de otros (las nuevas generaciones seguro que le recuerdan especialmente por su aparición en la saga de «Harry Potter»).
Alejándose de su autor de referencia, en esta ocasión, Branagh vuelve a dirigir y protagonizar una nueva adaptación de un clásico (menor pero clásico, al fin y al cabo) de las letras británicas, este «Asesinato en el Orient Express» de Agatha Christie que hoy nos ocupa, consiguiendo algo que no es nada fácil: destrozarlo por completo…
De acuerdo que la historia es harto conocida, que ha tenido ya varias adaptaciones previas (fílmicas y televisivas) y que el elemento sorpresa, teniendo en cuenta que el final (sobre el cual gravita toda la trama) es probablemente anticipado por un gran porcentaje de espectadores, puede brillar por su ausencia. Eso ya de por sí, nos haría cuestionarnos la pertinencia o no de una nueva versión de esta historia pero para eso están las adaptaciones (y los adaptadores), para ofrecer nuevas visiones sobre elementos comunes y conocidos. Ese no es el mayor problema de esta versión.
Branagh consigue que nos desinteresemos completamente por lo que estamos viendo, que nos dé igual quién sea el asesino, quién la víctima, cuáles los motivos y cuál será el desenlace. Reune a una panoplia de primeras figuras (Michelle Pfeiffer, Judi Dench, Willem Dafoe, Johnny Depp, Derek Jacobi, Penélope Cruz…), les reparte los papeles como quien reparte las cartas en una partida de tute y a correr…
La construcción de los personajes es inexistente por lo que empatizar con alguno es tarea casi imposible y el trabajo de dirección de actores, nefasto. Todos sobreactúan hasta un nivel que resulta intolerable (la Pfeiffer está especialmente insoportable) aunque, afortunadamente, el papel del insufrible Johnny Depp (un actor especializado en interpretar en todas sus películas al insufrible Johnny Depp) es breve, gracias a Dios.
Branagh, eso si, cumple con creces en su labor de histrión narcisista a tal punto que consigue anular cualquier asomo de interés por su personaje desde el mismo momento en que aparece en pantalla, más allá de su bufonesca caracterización (¿por qué ese bigote? ¿esa es la gran aportación de Branagh al personaje de Hercules Poirot?).
La rutinaria realización del Branagh también deja muchísimo que desear y trasluce una falta de interés notable que hace que el tono del filme no se eleve en ningún momento. El director abusa de planos cenitales para narrar determinadas escenas, manteniéndolos en ocasiones un tiempo excesivo, como si prefiriera no complicarse la vida con una planificación más elaborada dado el desinterés que él mismo transmite por lo que está contando. El ritmo es pesado, cansino e incluso los supuestos highlights de la función se muestran de una forma tan poco brillante que acaban aburriendo, no transmitiendo tensión ni suspense alguno. Gran parte del filme está rodado en estudio y los exteriores (paisajes, ciudades..,) «cantan» en demasía a ordenador sumando más sensación de falsedad a lo que estamos viendo.
Toda obra es fruto de su tiempo y las adaptaciones tampoco escapan a esta norma, por tanto, ya que hoy en día la tónica habitual es poblar cualquier cinta mainstream de trampantojos infográficos, no debería sorprendernos ni incomodarnos en demasía el uso y abuso de estas técnicas para realzar en especial los planos generales con escenas de masas tremebundas o paisajes espectaculares. Lo primero es mera cuestión de presupuesto (vestir y coreografiar a miles de personas es mucho más gravoso que duplicarlas) pero lo segundo siempre me irrita un poco: se supone que la madre naturaleza se lo ha currado en los últimos 4.000 millones de años para crear unos paisajes con cierta fotogenia pero bueno… En cualquier caso, lo irritante es que todo ese despliegue de FX para customizar cordilleras nevadas y atardeceres con cielos encendidos entre las que discurre el tren del filme da a la obra un aspecto de videojuego irreal y falto de credibilidad (acorde, eso si, con el resto de aspectos de la película).
Para acabar con la reseña de este despropósito, este «Asesinato en el Orient Express» no escapa a esta corriente politicamente correcta de introducir cambios de sexo y raza en personajes de obras archiconocidas. En este caso, aparece como por arte de birlibirloque un médico negro que encaja tanto en una historia de Agatha Christie como mi abuela haciendo acrobacias en «El Circo del Sol».