Es imposible escapar de la máquina. Eso es algo que todos sabemos en el fondo. Da igual lo alternativos, contestatarios o antisistema que nos creamos o sintamos, no somos más que un target de mercado cuyas elecciones culturales que creemos fruto de nuestras «meditadas y voluntarias» filias y fobias, responden más a una oferta de consumo prediseñada para nosotros, una vez se nos ha etiquetado con el label correspondiente (integrados, émulos, realizados socioconscientes, etc.), que a una volición espontánea y, digamos un poco ingenuamente, «sincera».
Cuando los popes del mainstream cinematográfico se dieron cuenta de que había un sector de público, nada desdeñable numéricamente, que acudía a visionar algunas de las películas independientes exhibidas en el Festival de Sundance (mediocridades sobrevaloradas en muchos casos) o meaban colonia ante los ombliguistas y tramposos documentales de Michael Moore, la suerte estaba echada: la producción en serie de filmes con «apariencia independiente» pero descarada vocación comercial se multiplicó.
La fórmula de este cine-placebo es sencilla: historias «de personajes» (incluir algunos excéntricos o inadaptados no falla), elementos de humor pretendidamente «ácido» (sólo lo justo, por favor, no sea que alguien se sienta molesto), un toque de crítica social nivel suplemento dominical (obviedades sobre cualquier tema susceptible de polémica tertuliana sin posicionarse más allá de lo políticamente correcto, claro) y una estética «realista» (leáse pobretona). Los ejemplos son docenas, aunque si algo tienen en común la mayoría de ellos, es que se trata de filmes directamente malos pero que (maravillas del marketing) son percibidos por muchos consumidores del séptimo arte como grandes obras, divertidas, atrevidas y… comprometidas.
Epítome de esta fórmula milimetrada de cine «independiente» distribuido por las Majors es «Little Miss Sunshine» de Jonathan Dayton y Valerie Faris, un bodrio indefendible en clave de road movie en el que una familia disfuncional (el tío suicida, el abuelo drogadicto…) lleva a su benjamina a un concurso de belleza infantil. El filme pretende, bajo un prisma de supuesto humor negro, criticar la superficialidad y estulticia de la sociedad americana. La escena en el que se bronceaba con aerógrafo a una de las pequeñas misses es el único detalle destacable en un guión que confía (en vano) en que la acumulación de detalles esperpénticos puede compensar la total ausencia de una historia mínimamente sólida…
Otro tanto se podría decir de «Juno» de Ivan Reitman (¡Óscar al mejor guión original por el libreto escrito por Diablo Cody!). El filme cuenta la relación entre una adolescente embarazada (que habla y habla durante todo el metraje con un repelente tono redicho que imposibilita cualquier empatía con su personaje) y un matrimonio con problemas de fertilidad que quieren adoptar al futuro bebito (ahí está el toque social imprescindible).
El hecho de que la aniñada (y bastante mala actriz, todo sea dicho) Ellen Page, con más de 20 años, interprete a una teenager tampoco ayuda… Todo el filme gira en torno a la incontinencia verbal del personaje de Page, siendo el resto de personajes meros sparrings verbales cuyas líneas de diálogo no tienen más función que dar pie a las supuestamente ingeniosas réplicas de la lenguaraz Juno.
Claro que a este lado del charco tampoco nos libramos de esta corriente de cine-placebo. «Billy Elliott» de Stephen Daldry es otra perla de esta corriente con el agravante de ser una bizarra mezcla entre una versión infantil de «Flashdance» y el cine de crítica social (vertiente obrera) de un Ken Loach en horas bajísimas. Unas gotitas de buenrollismo LGTB en la figura del amigo del protagonista (su aparición como adultos en la coda final del filme es «memorable» también) completan el cóctel. Pese a su incomprensible éxito (igual que el de las dos cintas anteriores), «Billy Elliott» es un completo espanto: los números musicales, más que interpretados, parecen estar siendo ensayados por primera vez ante la cámara (tal es su grado de feísmo y torpeza) y la parte «comprometida» (la huelga en la fábrica del padre del infante bailarín) sencillamente está metida con calzador, delatando la condición de postureo de todo el conjunto.
Mezclando elementos similares (en esta ocasión el paro a edades avanzadas y el sensual bailoteo de stripers masculinos), tendríamos la no menos nefasta «Full Monty» de Peter Cattaneo, cuyo «atrevido» y «comprometido» humor solo podría escandalizar (nivel «arqueo de ceja») a la audiencia de programas tipo «Cine de Barrio» o similar.
Para acabar el ramillete de ejemplos, no me gustaría dejar sin su varapalo correspondiente a «Goodbye Lenin» de Wolfgang Becker, una pretenciosa hez que parte de una premisa de guión absolutamente idiota: una mujer entra en coma antes de la caída del muro de Berlín y despierta después, y su familia debe ocultarle este hecho pues el shock de descubrir el fin del comunismo sería fatal para la pobre señora… Vamos, que ya no es «suspensión de la incredulidad» lo que se espera del espectador, sino que sea directamente imbécil. Incomprensiblemente de nuevo, público y crítica se pusieron de acuerdo para saludar esta tontería supina como un peliculón en toda regla.
Tal vez, haya entre quienes lean esto alguien que se ofusque un poco y diga «pues tal o cual película de las que has mencionado me gustó mucho» o «es una de mis favoritas». Perfectamente respetable. Discutir sobre gustos no es el objetivo de este artículo. Más inquietante sería que alguien dijera «Vale, son una basura pero al menos, y aunque con una gran torpeza y superficialidad, tocan temas importantes que no vemos habitualmente en el cine comercial». Pues no… Esa es la madre del cordero de todo esto. Aparte de llenar las arcas de productoras y distribuidoras, estos filmes cumplen voluntaria o involuntariamente una función perversa: hacernos creer que en el actual panorama cultural (cinematográfico, en este caso) hay debate, crítica, rupturismo, cuestionamiento del stablishment, sana subversión si me apuran… y realmente, no hay nada de eso. Sólo unos placebos de celuloide (ya ni eso en plena era digital) para que «pensemos que pensamos». Unos productos prefabricados con apariencia de algo que no son, que cual libro de autoayuda nos hacen sentirnos con buena conciencia mientras los consumimos y que están perfectamente diseñados para que no nos levanten ninguna ampolla en el alma ni nos hagan cuestionarnos absolutamente nada.
«Ya», insistirá todavía alguno, «pero mejor un compromiso de gama baja que ninguno» o «mejor hacer eso que nada»… Discrepo. Muchas veces, no hacer nada es muchísimo más honesto que hacer algo equivocado, tramposo o inútil. Digamos que el nivel de «compromiso» de estas películas mal llamadas independientes es el equivalente al que suscitó en muchas personas aquella (bienintencionada, por otra parte) campaña viral del Bucket Challenge que consistía en grabar (y subir a las redes) vídeos en que uno mismo se echaba por encima un cubo de agua helada. Tras meses de campaña, gran parte de la gente que lo hacía ni siquiera sabía el nombre de la enfermedad objeto de la campaña (era la ELA, por cierto) ni que dicha campaña no consistía sólo en mojarse como un chito sino también en aportar un necesario y altruista donativo…