Una película que comienza con un orondo señor de 270 kilos masturbándose con una película de porno gay podría resultar chocante en el actual mainstream cinematográfico, pero desde que en 1998 sorprendiera a propios y extraños con su aclamada (aunque de moderado éxito) “Pi: fe en el caos”, hasta el momento su filme más interesante, Darren Aronofsky ha intentado sacudir al espectador con experiencias extremas y (pretendidamente) trascendentes.
Los resultados han sido desiguales y, junto a películas exitosas y aclamadas por la crítica como “Réquiem por un sueño” (2000), la oscarizada “Cisne Negro” (2010) y la más intimista pero no menos sórdida “El luchador” (2008), Aronofsky ha perpetrado algún tostonazo insulso y megalómano como “La fuente de la vida” (2006)“ o Noé” (2014) y un delirio inclasificable como “Mother!” (2017) que a ratos puede resultar un plato un tanto indigesto para el espectador o, directamente, una tomadura de pelo con ínfulas.
Más cercana a nivel conceptual a “El luchador” que al resto de filmes de su no muy extensa filmografía, “La ballena” (2022) retoma alguna de las afinidades temáticas de Aronofsky. A saber, personajes en situaciones al límite tanto física como espiritualmente, que tras una serie de vicisitudes cercanas al martirologio, acaban teniendo una especie de epifanía que no necesariamente les brinda la deseada redención sino que, normalmente, sólo es la antesala de su autodestrucción definitiva personal, moral o (¡apretémonos la boina!) existencial.
Esto se da en “Cisne Negro” con el descenso a la locura del personaje de Natalie Portman, en “Réquiem por un sueño” con la bajada a los infiernos (por culpa la droga) de la pareja interpretada por Jared Leto y Jennifer Connelly… y realmente en toda su filmografía, si la analizamos mínimamente.
En “La ballena” el leit-motiv no se es la droga, ni de la obsesión por los cálculos matemáticos o los desvaríos pseudoreligiosos, sino de la comida como refugio contra la depresión que lleva a Charlie (un fantástico Brendan Fraser con un no menos fantástico trabajo de maquillaje) a convertirse en un monstruo obeso de 600 libras con notorias dificultades motoras y un estado de salud que parece que no va a permitirle pasar ya más ITVs. Al parecer, el motivo de su dejadez y tendencia autodestructiva es la pérdida hace años de Alan, su pareja, por quien abandonó a su mujer e hija, con la que ahora quiere retomar el contacto antes de morir.
Pese a que Samuel D. Hunter, el autor de la obra de teatro en que está basada esta cinta y, a la sazón, guionista de la misma, insiste en que el tema de la obesidad mórbida es secundario y que, de lo que realmente trata, es de la fe, la redención, la paternidad, etc. lo cierto es que poco de eso se ve en la pantalla. Lo único que se ve es lo evidente, un obeso de proporciones mastodónticas autodestruyéndose en un único set claustrofóbico. Todo lo demás, los personajes lo verbalizan con peroratas sin demasiado fuste pero ese drama existencial basado en experiencias autobiográficas de Hunter no se palpa en absoluto. Es sólo un gordo. Magníficamente interpretado. Magníficamente maquillado.
A nivel cinematográfico, la cinta es poco más que teatro filmado sin grandes ideas ni hallazgos visuales ni narrativos que reseñar, hasta el punto de que su duración a todas luces excesiva provoca una sensación realmente repetitiva en el espectador (el aburrimiento de toda la vida, vaya). Vamos, que hay mucho relleno para lograr alcanzar esos 117 minutos que puedan convertir un material más bien exiguo en una película oscarizable (ya sabemos que el estándar de los 90 minutos pasó a la historia a ojos de la Academia).
Lo peor es, sin duda, el desarrollo de los personajes. Fraser realmente hace lo que puede con el material que le han dado y su nominación a los Óscars es más que merecida. Sin embargo, los otros cuatro personajes (cinco si contamos al pizzero que debería haber aparecido en off toda la película para evitarnos uno de los planos más idiotas e innecesarios de los últimos años) no son sino meros sparrings dialécticos para que conozcamos los motivos del actual estado de abandono del personaje de Charlie.
Carecen de la más mínima solidez. Ni Ellie, la hija, cuya forma de proceder es absolutamente inverosímil; ni Liz, la enfermera oriental y hermanastra de Alan (el amado fallecido de Charlie) que es un estereotipo con patas (típico personaje de malas pulgas pero buen corazón, ya saben); ni, sobre todo, el misionero a domicilio que, teóricamente, es quien viene a sacudir el avispero de la fe en la casa del mórbido devorador de pizzas autodestructivo.
Todo suena impostado, pobre y sin ningún fundamento narrativo convincente. El personaje del joven proselitista puede ser eliminado de la trama y no pasaría absolutamente nada ya que no tiene la menor influencia. Eso sí, llena unos minutejos que vienen muy bien. El personaje de Ellie (interpretado por Sadie Sink) está tan mal escrito que es imposible sentir la menor empatía por ella, por mucho que su padre repita una y otra vez su redacción sobre “Moby Dick” para que el espectador comprenda que la niña es un genio literario en ciernes y, por ello, todos sus desplantes y crueldades están justificados. La relación entre ellos no es que sea improbable, es que resulta absolutamente increíble.
Tampoco parece mucho más justificado ese «dejarse morir» por la pérdida de su amado ya que director y guionista no son capaces de sugerir nada convincente en esa dirección. La tendencia autodestructiva de Charlie viene por exigencias del guión, para servir al espectador un final emotivo (es un decir) con reminiscencias New Age (esos orondos pies levitando en paralelo al feliz recuerdo playero junto a su hija). Que Charlie abandonara a su hija durante 9 años no tiene justificación lógica alguna en la película. Que no siguiera una puñetera dieta, tampoco. Se trata tan sólo de un capricho de guionista perezoso para crear un dramón con mimbres mínimos.
Sólo hay una escena con un mínimo de autenticidad y que nos deja con ganas de saber más sobre el pasado de este obeso profesor de Universidad online que se parapeta tras una supuesta avería de la cámara de su ordenador para que sus alumnos no sepan qué aspecto tiene realmente. Y es la breve visita de su ex-mujer Mary (Samatha Morton). De esta escena, sí se desprende un hálito de verdadera, vulnerable y herida humanidad.
En estos escasos minutos de metraje, adivinamos un trasfondo y un pasado a Charlie que dotan de algún sentido a lo que nos están contando. Aronofsky y Hunter, no obstante, debieron pensar que todo esto no era demasiado interesante para el espectador, que realmente había acudido al cine a escuchar, durante dos horas, peroratas buenistas y huecas sobre fe, redención y paternidad. Ah… y también a ver a un tipo gordo. Magníficamente interpretado. Magníficamente maquillado.