Casi unánime (por lo inmisericorde) se ha mostrado la crítica nacional con la última película de Almodóvar, “Los abrazos rotos” (como de costumbre la crítica internacional se ha deshecho en loas ante el supuesto genio manchego).
Con semejante panorama, acudí al cine cargado de recelos pero he de reconocer que, si bien pierde fuste en su tramo final y es evidente que le sobra metraje, lo último del autor de “Hable con ella” es una obra bastante disfrutable y no exenta de interesantes valores fílmicos.
Resulta curioso que una de las críticas más repetidas respecto a “Los abrazos rotos” haya sido que se trata de una mixtura de temas e imágenes recurrentes en la filmografía almodovariana. Y digo curioso por no decir incoherente ya que la obra de este autor siempre ha navegado por aguas plagadas de autoreferencias, homenajes a sus autores predilectos y habituales referencias iconográficas lindando con lo kitsch (o abrazándolo sin rubor alguno).
“Los abrazos…” parte de una estructura clásica de melodrama establecida en dos tiempos, 2008 y 1994, a través de la cual el protagonista, el invidente Mateo Blanco/Harry Caine (un estupendo Lluis Homar) rememora su historia de amor con Lena (una Penélope Cruz de la que, como siempre, Almodóvar saca su máximo partido).
Como melodrama clásico, este filme coquetea con el exceso sentimental y formal y, en ocasiones, su autor fuerza la maquina hasta casi el ridículo como en la escena del descubrimiento de la infidelidad de Lena, a través de la lectura de labios que una profesional del tema realiza para Ernesto Martel (José Luis Gómez) a partir de las tomas del documental que éste ha encargado a su hijo. Curiosamente, un recurso tan forzado como éste procura al espectador algunos de los mejores momentos de la película (la confesión de Lena a dos voces, la grabada y la real, es una perla de gran cine…)
“Los abrazos…” nos muestra a un autor maduro y consciente de cuáles son sus poderes. Un director elegante que mueve la cámara con eficacia y sobriedad, y que tiene en la dirección de actores (como de costumbre) su punto fuerte. Prácticamente todos rayan a gran altura, exceptuando a Rubén Ochandiano (nefasto) y algunos de los cameos, absolutamente prescindibles y que sólo sirven para distraer la atención de la historia (ese Alejo Sauras, esa Kira Miró y ese indescriptible… cantante de moda metido a actor, ante cuya sola presencia los logopedas de este país comienzan a salivar incontroladamente). Suponemos que su presencia en el filme obedece más a motivos de marketing que a una decisión de casting meditada.
En el caso de Ochandiano, además, una caracterización en exceso bufa no le hace demasiado bien a su personaje que, sin duda, podría haber dado más juego (el hijo con ínfulas de artista anulado por el padre omnipotente que le desprecia por su condición sexual… entre otras cosas). Directamente, parece que a Almodóvar no le interesa lo más mínimo desarrollar su rol y se limita a utilizarlo como mero factor desencadenante de acontecimientos (como podría haberlo sido una tarde de lluvia o un tropezón en la puerta del metro).
“Los abrazos…”, claro está, como todo buen melodrama es tramposo y requiere de una cierta complicidad por parte del espectador para que el visionado le resulte placentero. Para ello, obviamente hay que pasar por alto algunas lagunas de guión (muy elaborado por otra parte).
Entre dichas lagunas, destaca por supuesto que la revelación final (imprescindible también en todo buen melodrama) es bastante menos sorprendente y/o catártica de lo que podríamos esperar. El “twist” final defrauda pero el camino que hemos recorrido hasta llegar a él, tal vez, nos ha hecho albergar expectativas demasiado elevadas, lo cual es, de hecho, un mérito del autor… aunque amplifique la insatisfacción final.
Entre los elementos prescindibles están, por enésima vez, las apariciones de Chus Lampreave y Rossy de Palma, hilarantes al parecer para los fans del cine de este realizador pero que, a mi personalmente, siempre me ha parecido que chirrían cuando no se trata de comedia pura. En fin… son las servidumbres que implica tener seguidores incondicionales (no olvidemos cómo se pusieron los fans más puristas de 007 al no escuchar la mítica frase “Bond, James Bond” en “Quantum of Solace”)
Resumiendo, si algo deja claro este filme es que Almodóvar hace, en estos momentos y más que nunca, el cine que le da la gana. Es, obviamente, el público el que debe decidir si desea o no ir a ver una de Almodóvar porque (y eso es un rasgo común a la escasa docena de directores que atraen espectadores a las salas guiados por su simple nombre), de alguna forma, ya sabe qué es lo que va a ver… Sin sitio ya para las sorpresas, pero tampoco para las decepciones mayúsculas… Vamos, que Almodóvar ha alcanzado ya el mismo status que Woody Allen, por ejemplo… aunque su cuesta abajo no es tan evidente y, posiblemente, ni siquiera ha comenzado.