Una de nuestras poetas predilectas, la colombiana Andrea Cote, autora de Puerto calcinado (2003) o Cosas frágiles (2010), nos envía una selección de poemas pertenecientes a su libro-objeto Chinatown a toda hora, una caja de tallarines que al abrirla se transforma en una caja de sonidos y vientos. Así suenan algunos de ellos:
Todas las cosas
Al corazón escabroso,
la china,
despacha:
300 millones de arroz blanco,
cajones de peces tiernos,
monstruosas
/anguilas
jugosas,
largas/
botellitas verdes
la mesera
/china
espigada/,
su bandejita plástica
TODO SUCIO.
Es ella,
claro,
llevar la bandeja,
estar rendida
y hacerse
así,
recostada,
la mujer
más
tremendamente real.
Mientras,
se ve,
se avisa,
al otro lado de ese sueño esbelto,
eso de que
TODO
pero
TODO:
la vajilla doméstica,
la bombilla de luz,
la camisa de fiesta,
la vela del santo,
el santo
y todo
en verdad
nos viene de china.
Del país de en medio
la marca que incide
la huella que insiste
/aclara/
No nos queda ya
ninguna otra palabra para hablar de las cosas.
No nos queda,
sino sólo esta
voraz
letal
fabulosa
obsesión por la repetición y el pensamiento serial
de Chinatown
donde vimos serpentina
y la forma funicular
definitiva,
y finisecular,
de la fabulosa celebración del objeto
y de aprender
a decir palabras
con las cosas.
Y en tanto,
sí,
atolondramos,
como estamos,
por la llegada de la cosa
a secas
sucede aquí,
a toda hora
y en demasía
que la China
Despacha.
Center
A las cuatro y cuarto
entre los viajantes de Chinatown
le digo:
Yo sobreviví al terremoto y al agua.
Soy 1989 partiéndose en dos
y lo que usted piensa ahora mismo,
también lo soy.
Soy una muchacha suave
-soy china-
como esa que usted cree
se vería mejor callada
y despeinada
en otra parte
y no aquí,
que se vería muy bien desnuda
y estirada
en un cuadro de Modigliani.
Soy ella,
sí,
y por supuesto,
señor,
yo soy Modigliani.
Soy la punta de la estrella
y la cosa de papel que cae desde el aire en los aniversarios,
el autor de la teoría
de que el espíritu
es el hueso que no se puede roer.
Soy las ganas de romperse y de decir algo.
No puedo pagar la entrada al cine,
pero salgo en todas las películas
y por eso estoy sucio
y cansado
y más triste que dios.
A esta hora soy el cartón
y la masa,
la esterilla de papel
y la esquina morada
y lo que dejaste en la estación.
Soy el pie en el estribo
y la última cosa en que pensó Paul
y soy capaz de decir cualquier cosa porque estoy sucio
y no puedo pagarme la entrada al cine.
Soy el autor de la teoría del espíritu,
soy un lado del espíritu,
soy la muchacha ideal.
En verdad,
señor,
yo soy Chinatown,
a toda hora
y en demasía,
tengo una calle en cada esquina del mundo
y soy,
naturalmente,
lo único que nos queda.
Intolerancias
No es lo mismo decir que yo perdono
la larga espera,
la quietud,
la pesadumbre,
la tristeza de roble de los cuartos
y de las cosas
por ahí
pesando.
No es lo mismo decir
que yo perdono
eso
o que no veo
importancia
o desmesura
en la feliz inconsciencia de los árboles
y la veo,
a cambio,
en decir
que el mundo
así
reñido o arrasado
a veces era
una voz torpe,
insoslayable
que cree que las piedras son inmóviles
y que su quietud
de tiempo y pesadumbre
y que tus propios ojos
de tiempo y pesadumbre
son lo que hay,
no son más.
Pues yo perdono,
porque es bella
la inconsciente belleza de las cosas
como lo es la brisa
ingobernable
pero también
como triste
imperdonable,
y gris
es la estampa
de los hombres sin fe
y la quietud sorda
de los seres
y las cosas intactas.
Sobre Perder
No hay rebeldía sin luz
-dices tú-
pero aquí las cosas
oscurecen sin pausa.
Es como si también las calles,
las montañas
y los muros,
-digo yo-
supieran que este día es el fin de noviembre,
como si noviembre mismo lo supiera
y se diera
al placer
apresurado
de cerrar
el aire
entre los prados
y las paredes
de tu cuarto sin mí.
Y entre toda esta brisa,
tan grumosa,
recordaras
que tus cosas
y las mías
se están acumulando en el lugar de lo sombrío,
como si pudieran saber
que nos corre otra estación sin luz
y se rindieran por eso,
como yo,
al abrumado paso,
a la estación del crepúsculo
sin reparo,
a la voluntad de noviembre.
***
No hay rebeldía sin luz,
dices tú,
y nosotros,
oscuros los dos,
decimos
que el tiempo
es una cosa que pasa
o que no,
y nos da igual.
No como los que pierden
día y noche
buscando aire
en la palabra aire.
No como tú,
que dices oír venir un río hacia nosotros,
no como yo,
que sólo creo en el canto del desierto,
rumor de lo deshabitado.
Nadie Encendía
Así es la casa cuando uno entiende
que el tintinear incesante,
el sonido sordo de la bombilla eléctrica,
es todo eso que la luz tiene de mejor.
Es la luz que suena si se topa ruin con los ojos abiertos,
heridos de claridad,
también cuando los rayos del mediodía
rendido en la hierba de este lugar sin nombre
en el que en todo caso yo habría de caminar sin ti,
anuncian:
que apenas haya noche
encenderé las luces,
lento y ruidoso,
como el que enciende luz
por no decir de la lluvia
que alimenta las ganas de estar dormidos
y caer derruidos,
pardos,
donde no nos toque esta luz eléctrica
que se riega de noche por las colinas
e inventa el tiempo y la voluntad.
Porque estas gentes esperan lo oscuro
y encienden las luces con simetría
juegan a eso
las apagan con desarreglo.
Es una ciudad enorme y siempre hay alguien que no puede dormir.
Estación de la luz
Verás,
es tu ciudad
que no descansa,
en la que siempre hay algo a punto de venirse abajo.
Por ejemplo, la lluvia -derrumbada en la luz –
ya sabes;
o los árboles
quemados de cielo a media tarde,
aniquilados como pájaros
que se lanzan desde el aire
y caen en los parques,
arrastrando su manía de caer.
Porque es verdad que es mi ciudad
y es del otoño,
la casa misma de todo lo que lentamente se desploma,
hastiado de durar
en el aire y la intemperie de la luz.
Es mi ciudad,
la casa de las cosas
que siempre son más bellas
cuando están a punto de acabar.
Lección única sobre cosas viejas
Ya dije:
no sé quién inventa el olor de la casa,
no sé.
Más aún si lo que te gusta es
la vista ruinosa de los tejados
y la pared deslucida,
el muro demolido
y su puerta
que ya no tiene afuera.
Más aún,
si ya no recuerdas
que no es el olor,
sino la bondad de las cosas
al exhibir su derrota.
Dos terrazas
No eran tan humanos los que abrieron sus persianas,
tenían rostros imposibles de contar.
Me arrepentí de haber anticipado el día.
Perdí tiempo.
La espera no es buena para nadie,
insisto,
no es bueno esperar.
En las terrazas hay árboles,
hay caminos,
y algunas ciudadelas.
Una terraza es una cima
y un cuarto secreto.
Allí suben para respirar
alguna
desnudez del aire.
Las terrazas están llenas de tornillos y de excesos
y en esta ciudad
arriba
el viento les pasa como un tumulto.
Alguien se aferra a un vestido
que no le queda
esa es la prueba reina de que uno
no es lo que piensa.
Algunos se meten al cuarto
como a una oscura caverna
su casa,
entonces
no tiene puerta,
nada más fondo.
Algunos miran,
y no son la mayoría,
casi todos se olvidan
se olvidan de que hay altura.
A ellas suben para respirar
alguna
desnudez del aire
y ver las ventanas barrocas
de los estudiantes
y un árbol talado que se mete en el aire.
La terraza es otra raíz.
Es malo esperar.