El desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati

Cuando en su prólogo de 1985 a Il deserto dei Tartari, publicado en Milán en 1940, Borges imaginaba a Buzzati con su nombre inscrito en la posteridad:  «Hay nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos es, verosímilmente, del de Dino Buzzati», olvidaba mencionar la anacronía que mediaba entre quien ya era una celebridad en su país y el desconocimiento que aún pesaba entre el público en español. La novela, un clásico inmediato de la literatura italiana, se publicaba en español 45 años más tarde, acompañada de un prólogo fatigoso, un prólogo en los epílogos donde Borges cita el magisterio que sobre el italiano ejercieron, cómo no, Poe y Kafka.  En esta línea de los precursores y sucesores, no resulta extraño imaginar a Calvino leyendo a Buzzati mientras escribía I nostri antenati  (la trilogía compuesta por El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente) ni a Coetzee haciendo lo propio en Esperando a los bárbaros.

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El desierto de los tártaros, fotograma de la película (Zurlini, 1976)

Gadir, una editorial madrileña, publica esta excepcional novela y anuncia en su catálogo a Bárnabo de las Montañas, el otro relato que, junto a El desierto de los Tártaros, se cita como documento magistral de la bibliografía buzzatiana. La iniciativa editorial se propone, sin duda, cumplir con la profecía de Borges y hacer de Buzzati un autor definitivamente reconocido más allá de los Alpes. Virtudes no le faltan a esta fábula que relata la vida del teniente Giovanni Drogo, destacado en una imaginaria Fortaleza Bastiani que guarda una frontera improbable, el Desierto de los tártaros por el que nunca se aventuró ejército alguno. Los años del joven Drogo transcurren, hasta su muerte, en la lenta espera que el existencialismo convirtió en alegoría desasosegada de la condición humana.

Estoy en una de las praderas de la Unam. A unos metros unos jóvenes juegan al fútbol y un poco más allá dos niños y su padre intentan echar a volar una cometa. Es un domingo de primavera con sus jacarandas florecidas y un cielo que se abre para que los rayos de sol iluminen los volcanes que se elevan al fondo. Pienso en la fecha del libro, en ese 1940 en que ya había comenzado la II Guerra Mundial, en la Italia fascista, en la crónica de Lottman sobre la caída de París y en cómo sus habitantes apuraban aquella primavera de 1940 que quizás fuera la última, en su celebración de aquellos rayos de sol, de esa suave apatía de las tardes de primavera.

Me sitúo en la primavera italiana del año 40 y supongo que, como Walter Benjamin, yo hubiera sido de los que cantaban al aburrimiento, al tiempo detenido, a la contemplación de un universo que intentaba retener mientras se fragmentaba. Y confieso no entender los motivos del malestar existencial, aquel cultivo epocal del hastío ante la ausencia de acontecimiento. Anoto un apunte biográfico de María José Calvo sobre Buzzati: «de ascendencia burguesa acomodada, el escritor parte de sus confortables experiencias cotidianas en busca de lugares inexplorados en una especie de nostalgia de espacios vertiginosos, de grandes precipicios, de negros valles románticos».

¿Cuánto más liberadora no será la lenta espera del teniente de Buzzati, sin tiempo ni objeto, que el soterrado deseo de acción que mueve al autor? En la «La filosofía del hitlerismo», Levinas reflexiona sobre el modo en que el nuevo hombre hitleriano encarna el «ser ahí» de Heidegger, consciente de su lugar material e histórico mientras se reconoce como «ser arrojado sin salida en su ahí» (G. Agamben). Ser melancólico que, a diferencia de Drogo, convierte su angustia en impulso vital y tarea de reparación para la que no conoce límites. Desde su condición de víctima, continúa Levinas, el hombre del fascismo rompe con la tradición judeocristiana de la resignación y la espera, la misma que profesa Drogo a pesar de la condena buzzatiana: «El mesías vendrá sólo cuando no haya más necesidad de él, no llegara sino después de su llegada, vendrá no en el último día sino en el ultimísimo» (Kafka en Cuadernos en Octava).

En el mismo prólogo a El desierto de los Tártaros, Borges habla del método de Kafka como el “de la postergación indefinida y casi infinita», y eso que su biografía registra, como recoge el escritor argentino en su comentario a América, «la primera guerra europea, la invasión de Bélgica, las derrotas y las victorias, el bloqueo de los imperios centrales por la flota británica, los años de hambre, la revolución rusa, que fue al principio una generosa esperanza y es ahora el zarismo, el derrumbamiento, el tratado de Brest-Litovsk y el tratado de Versalles, que engendraría la Segunda Guerra». Quizás todo consista en leer a Kafka al revés, desde el íntimo deseo de que la puerta de la ley permanezca siempre cerrada. En sus palabras cansadas, 45 años después de la publicación de El desierto de los Tártaros, 13 tras la muerte de Buzzati, Borges descubre que algunas de las páginas de «El Sur» o «El Inmortal» ya se encontraban en las del italiano. Para entonces, al uno del otro les separa la misma distancia que a Drogo de los tártaros, una distancia que se confunde con esos placeres de la lenta espera… Ay del día en que se abra esa puerta.

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