Intento reproducir en esta breve reseña el ejercicio que anima «El discurso vacío», es decir, escribir sin decir nada, escribir sin revisar lo escrito, traicionando las bases más elementales de la práctica. Hay un tiempo de la escritura y un tiempo de la lectura, y el tiempo de la escritura supone perfilar lo escrito, reescribir para alcanzar el significado que se pretende. La lectura va por otro lado, ya hemos oído hablar de la metáfora del campanario: el escritor sube una piedra, trabajosamente, escalón a escalón, mientras el lector la deja caer desde lo alto.
Levrero se propone una antinovela sobre la que cualquiera de sus lectores (acabo de corregir y añadir «sobre la») debería cuestionarse las razones de su publicación. ¿Cómo es posible que le hayan publicado unos ejercicios de caligrafía donde todo lo que ocurre es que intenta dibujar con precisión su letra, caída en la ilegibilidad? El ejercicio recuerda a lo que Rafael Sánchez Ferlosio contaba en la modesta autobiografía de hace unos años en «Archipiélago»: la letra manual ilegible como síntoma de la fragmentación personal. En su caso mediaban años de Ateneo, lingüística y anfetaminas.
Llegamos así al ying y al yang de la escritura. La escritura es narración, cabeza, intelecto, lectura, o es trazo, trabajo, cuerpo. En el caso de Levrero también es laberinto o Castillo (hablamos de Kafka) que en las particularidades de su caligrafía muestra los recovecos (he cambiado «esconde» por «muestra») en que se pierden las energías de nuestro Mario. En la extraordinaria «La novela luminosa», escrita unos años después, descubriremos con mayor detalle las particularidades de su vida personal, esas obsesiones por los juegos de ordenador, lo de dormir de día y vivir de noche, la fobia por salir a la calle, la empedernida soltería que aquí sólo se esboza.
Escribir con letra grande y redonda se vuelve el único objetivo de un libro contradictorio, pues se publica editado con letra de imprenta, así que el lector asiste a unos ejercicios de caligrafía que le exigen un acto de fe. Ahora escribo la «O, o, O, 0, o, ya sale mejor», «en esta frase procuro agarrar el virome con mayor firmeza pero sin forzar la musculatura del brazo para lograr una letra más clara, fluida, voy mejorando». Me invento las citas. Lo que para Levrero, en el año 93, o el Ferlosio de unos años antes se remite a eso tan tradicional del bolígrafo y la libreta en mi circunstancia adquiere la forma de una pantalla y el word. Todo gira en torno a la renuncia a abrir el facebook, levantarme por otro café, consultar de nuevo la prensa mientras escribo estas líneas, unas fragmentaciones cada vez más indispensables que me están provocando, en estos momentos, todo tipo de ansiedades y frustraciones inmediatas. Pero debo seguir con esto, aún debe de haber algo más que decir sobre «El discurso vacío».
Voy a copiar un párrafo del libro: «Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar de cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas cosas, demasiadas cosas». ¿Qué cosas?, ¿dónde opera una escritura que intencionadamente evita la narración? en la respiración del momento, las dudas, en eso que ocurre antes de escribir y habitualmente se sustrae al lector. Una escritura de silencios.
Hace un tiempo compré los «Microscripts «de Robert Walser, las microescrituras de Walser, ese esquizofrénico capaz de componer verdaderas biblias en mínimas servilletas de papel. También me interesé por el trabajo de Aby Warburg, y a pocos centímetros de mi escritorio puedo ver «El original de Laura» de Nabokov, un libro póstumo que en realidad son las fotografías de sus apuntes manuscritos para una novela que escribía cuando le sorprendió la muerte («le sorprendió la muerte»). Esto demuestra que, al menos en teoría, me interesa este asunto del proceso de escritura. La escritura es una cosa, como una lavadora o un árbol, una cosa física que ocupa un espacio y que precisa de una tarea corporal inscrita en el tiempo, un trabajo como cualquier otro, un hacer una frase y luego otra y luego otra. Adoro a los escritores que se atienen a esta máxima tan simple y tan poco dada a la arrogancia. Por el camino de la inspiración y las zarandajas se cuelan los impostores, recuérdenlo.
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