La reseña, todos lo sabemos, es hija de la actualidad. Al reseñista se le impone el yugo del vertiginoso ritmo de lo último, así que cualquier libro que acumule unos meses a sus espaldas (¡no digamos ya años!) pierde ese olor a fresco que atrae al público de «like», embelesado en la novedad por la novedad, adicto a la cuota de insensatez que brinda unos segundos de atención cibernética. Pero aquí venimos a otra cosa, querido y exigente lector, como a comentar uno de esos clásicos indiscutibles y cada vez más enterrados entre las arqueologías de nuestra cultura Mc Donald´s: envoltorios con restos de ketchup y vasos vacíos de foam. Hoy me disfrazaré de Scrooge.
Como si se tratara de un gatico abandonado, a Historia en dos ciudades primero hubo que rescatarla de entre una pila de libros de baratillo. Y luego resultó ser un ejemplar de la «Biblioteca Universal Sopena» editado en Buenos Aires en 1939. Así que según todos los indicios (una amiga que sabe de esto me dice que sí), se trata de uno de esos libros del exilio que las editoriales españolas publicaron en Latinoamérica durante la Guerra Civil. Otra historia entre dos ciudades.
El caso es que sus atronadoras primeras líneas conjuraron toda tentación de volverlo a echar a la cuneta, esa célebre apertura con pretensiones de figurar, hasta el fin de los tiempos, en el parnaso de las letras: «Era el mejor y el peor de los tiempos; era la edad de la sabiduría y de la estupidez; la época de la fe y de la incredulidad; la estación de la luz y las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación». Me preguntaba cómo el viejo Dickens mantendría el tipo tras un arrebato como ése, de qué manera atravesaría, durante centenares de páginas, la tormenta desatada.
La respuesta es sencilla y su traducción sobre la novela complicadísima: con oficio.
En Historia en dos ciudades, que son Londres y París, todo es fruto de una cadena de producción similar a la de aquellos telares de Manchester que, según nos contó la ceremonia de inauguración de las Olimpiadas de Londres, sirvieron de motor a la primera revolución industrial. Imagínense que Dickens Ltd. es el nombre de una fábrica y su novela uno de sus productos manufacturados en esos tiempos en que la industria aún conservaba un toque artesanal y China seguía siendo territorio ignoto: las costuras nunca cedían y los trajes podían heredarse de padres a hijos. Imposible verle el dobladillo a ninguna de sus ambientaciones, un corte irregular a su postura ideológica, deducir que la medida de cada capítulo no es la correcta, que los pequeños botones que traman una historia compleja y voluminosa no están asegurados como se debe. A diferencia de aquellos sacos de Galdós e hijos o Balzac Int., algo distraídos de sisa, Dickens Ltd. solo confeccionaba con el más elevado control de calidad.
Como máximo exponente de la edad de oro de la novela, es decir, cuando ésta, como un buen chaleco de tweed, servía para algo, Historia en dos ciudades es enciclopedia de su tiempo, historia ilustrada, muestrario moral, entretenimiento de pequeños y mayores, dietario sentimental, solaz en el calor del hogar y recorrido turístico por las metrópolis europeas. Y entre medias, cuenta el desgraciado episodio de Carlos Darnay , que tras renunciar a sus derechos sucesorios sobre un marquesado francés, sufre la injusta persecución y condena de los sans culottes revolucionarios por las calles de París. Y así, nos internamos por los asuntos mayores y menores del Soho londinense, conocemos los flecos financieros de los aristócratas huidos a Londres, sabemos de los bajos fondos parisinos, tomamos la Bastilla, recorremos las cárceles y los tribunales republicanos, los cadalsos donde se alzan las guillotinas, asistimos en primera fila, junto a las implacables tejedoras, al corte diario de cabezas: ¡veintidós!, ¡veintitrés!
No negaremos que leer en 2014 Historia en dos ciudades representa, como el periplo de Darnay, una cierta heroicidad, una batalla contra el tiempo de la que ya nos advertían las intrucciones de uso de Dickens Ltd. («En el porvenir lo tendríamos todo y no tendríamos nada», continúa su antológico comienzo ), y que ha terminado por hacernos dudar de la misma vigencia de un relato como el suyo, sospechar que nuestro internamiento por él se ha convertido en disección de una lengua muerta: más que la aventura narrada, son los ritmos de la narración, la moral implícita o los pequeños detalles de contenido los que reconstruyen un código de época.
Me pregunto cómo será posible la literatura en las próximas décadas. Y por literatura no me refiero a todo lo que pueda leerse en cualquier soporte y de cualquier manera. Por literatura me refiero a ese pacto que implicaba una cierta rendición al libro, sumergirse en su lenguaje y dedicarle una detallada atención durante días. Y en ocasiones pienso que eso ya terminó, que murió el tipo de lector capaz de entregarse a un clásico o trasegar librerías y quioscos en busca de policiales de saldo. Aunque tampoco nos engañemos: casi toda la historia de la literatura se podría resumir en una historia de las distracciones inocuas. Los mismos que nos asedian con las 15 maneras de sobrevivir a un verano en Nueva York, los 10 secretos de un buen cocktail o las 10 chicas Bond más sexis perdían antes sus horas en las aventuras de un detective de tres al cuarto o en los avatares románticos de una joven francesa de provincias. Vaya, que si quieren contemplar verdaderas montañas de residuos sólidos sólo tienen que acudir a la mesa de novedades de una librería de El Corte Inglés. Y es que mucho nos tememos, querido Scrooge, que la única actividad que nos dignifica es escarbar entre la basura.