Sexto Piso publica en español una de las últimas novelas de Pascal Quignard, escritor compulsivo de una obra que ya suma más de 60 volúmenes a un ritmo de más de un título al año desde los que asedia la reflexión filosófica, el ensayo o la ficción narrativa. Hasta ahí lo que puede leerse en cualquiera de las reseñas de la web, mientras cometo un error al transcribir el que aquí nos ocupa y en vez de «solidaridades» tecleo «soledades», quizás para suavizar la desaconsejada asociación con aquella «insoportable levedad» de Kundera. Nunca avances conclusiones del texto.
Excepto si escribes una crítica:
La novela relata el viaje de dos personajes, hermanastros que arrastran su consanguineidad truncada, al pueblo de la costa bretona donde pasaron sus primeros años de vida, un intento de reconstrucción que se enfrentará con la naturaleza agreste del lugar, capaz de descomponer sus intenciones y fundirlas con el paisaje. Y es que a pesar del título de tesis y la apariencia de lenguaje sin dobleces, el reflejo que domina en la novela es el de una enorme distancia entre sus palabras, que apenas elevan un débil hilo argumental, y las sensaciones que provocan: la luz mortecina del atardecer, las calles frías y vacías, la fina lluvia, el olor del mar, una chimenea encendida o un jersey de lana húmedo; presencias anteriores al lenguaje.
«No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron», reza la «Advertencia» con la que comienza otro de los libros más celebrados de Quignard , El sexo y el espanto (Minúscula, 2005). En ella también se dice que «Venimos de una escena en la que no estábamos», y que «El hombre es aquel al que le falta una imagen». Se refiere al propio acto de la concepción, al acto animal «que enfrenta a dos mamíferos, un macho y una hembra», invisible para quien es concebido y que hace del hombre «una mirada deseante que busca otra imagen detrás de lo que ve».
Son frases que sitúan el viaje a la semilla de Las solidaridades misteriosas en el catálogo de las redenciones imposibles, a la vez que señalan una exploración en el lenguaje de la niñez, universo donde la experiencia se produce ajena a las palabras, entre sensaciones primarias que se remontan más allá de la vida fetal. He ahí el estigma del que nuestros personajes no pueden desprenderse, porque ese estigma se compone de los gestos que les hicieron, son ellos mismos.
Henrik Ibsen en Espectros: «No sólo hemos heredado de nuestros padres la sangre de nuestras venas, sino que heredamos también toda una clase de ideas y de creencias caducas. Nada de eso está ya vivo en nosotros; pero existe y no podemos librarnos de ello. Hasta cuando tomo el periódico para leer veo surgir espectros entre las líneas».
Dicen que en las primeras fases de la infancia, cuando todavía no tenemos lenguaje y a veces ni siquiera una presencia visible, pues nos unimos al mundo con un cordón umbilical, los sucesos exteriores se expresan en conexiones nerviosas, impulsos hormonales y formación de órganos que codifican físicamente al nuevo ser antes de la conciencia. Y luego es posible que pasemos toda la vida pretendiendo corregir esos gestos que nos hicieron, viajando a un pasado que no reside en el tiempo.
Las solidaridades misteriosas (Trad. Ignacio Vidal Folch. México: Ed. Sexto Piso, 2013)
Precioso final.
Precioso final.